“Hollywood”: Reescribiendo los sueños que salen de la fábrica

Ryan Murphy es una de las figuras clave de la televisión estadounidense, al haber engendrado y dirigido series que lograron altos índices de audiencia y que forjaron su estilo excéntrico, desvergonzado y sin remordimientos: Nip/Tuck, Glee, American Horror Story, American Crime Story, Scream Queens, Feud, Pose, The Politician, entre otras. También dirigió el excelente y conmovedor telefilm The Normal Heart (2014), protagonizado por Mark Ruffalo, Matt Bomer y Julia Roberts.

Como parte de un lucrativo contrato que Murphy firmó con Netflix en 2018 para desarrollar contenido exclusivo durante 5 años, se estrenó este mes en la plataforma de streaming la miniserie Hollywood, de la cual él es el creador, así como director y guionista de varios episodios. Se trata de un glamoroso y fantasioso drama ambientado en 1947 en el que un grupo de artistas llegan a la industria del cine con la esperanza de cambiar las reglas y triunfar.

Darren Criss, Jeremy Pope, David Corenswet y Jake Picking.

La miniserie hilvana los destinos de algunos personajes reales (como los actores Rock Hudson y Hattie McDaniel) con otros personajes ficticios para imaginar qué habría pasado si la famosa fábrica de sueños se hubiera atrevido a apostar por contratar artistas fuera del molde tradicional blanco y heterosexual, tanto para los roles protagónicos como para las labores estratégicas en la creación cinematográfica (guion y dirección).
 
Evidentemente, es una premisa bien intencionada que permite explorar una realidad paralela en la que las puertas de la inclusión y la diversidad se abrieron mágicamente hace más de 70 años. El principal problema en la ejecución de esa idea está en que, a lo largo de los siete episodios, el camino al final feliz se vuelve tan predecible como imparable, simplificando la narración de una forma que resulta, por decir lo menos, ingenua y edulcorada. 

Samara Weaving y Laura Harrier.

Para estos soñadores, no hay obstáculos en su camino a la fama, al éxito comercial y al reconocimiento de la industria. Cada vez que algún obstáculo se avecina como un pequeño amago de incendio, en la escena siguiente se resuelve de la manera más facilista posible. Cada vez que alguien pretende poner una objeción a la participación de algún afroamericano o un gay, recibe un discurso condenatorio que refuerza la importancia de la representación de las minorías. Y por supuesto que el cine cumple un rol fundamental para visibilizar a todos los sectores de la sociedad, pero desde la ficción hay formas creativas y sutiles de abordar el tema, en vez de subrayarlo y repetirlo en formato de sermón.

Junto con la meticulosa recreación de los espacios que le conferían elegancia y glamour a la Era Dorada de Hollywood, el mayor acierto de la miniserie está en el desempeño sobresaliente del elenco adulto, quienes a pesar de las limitaciones del guion, construyen personajes vibrantes que iluminan la pantalla: Patti Lupone como Avis Amberg, la esposa del dueño de un estudio cinematográfico que repentinamente toma las riendas del mismo; Holland Taylor como Ellen Kincaid, una cazatalentos y mentora de actores debutantes; Joe Mantello como Dick Samuels, un productor que se anima a tomar riesgos; y el sorprendente Jim Parsons como el despreciable Henry Wilson, un representante de actores que abusa de su poder.

David Corenswet y Patti Lupone.

Menos convincentes resultan los actores más jóvenes, quienes lamentablemente carecen del carisma y la seguridad para transmitir el aura de estrellas de cine que nos recalcan todo el tiempo que supuestamente ostentan. Ante la ausencia de matices en la construcción de estos personajes, ellos pierden consistencia y son opacados por sus pares veteranos.

Lejos de ese espíritu transgresor e irreverente que ha impreso en otras producciones televisivas, Ryan Murphy ha decidido narrar en Hollywood una fábula optimista y motivadora, visualmente atractiva y ocasionalmente entretenida, pero también cargada de mensajes aleccionadores y una estructura narrativa débil que cree que las buenas intenciones son los únicos cimientos necesarios para sostener una ficción.

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